Por: Mariano Bugallo
Cada vez que le explico a un japonés cuál es mi ciudad favorita pronuncia la misma frase: “Osaka, crazy city”. Ya no me sorprende, incluso me parece lógico. Es que justo en el lugar más planificado y previsible del planeta. Justo en el epicentro de la diciplina y el orden. Justo en Japón, ella se sale del molde. Patea el tablero. ¿Qué le habrá pasado para volverse así de irreverente? ¿Resentimiento? Tan cerca de Kyoto, la imperial. Tan detrás de Tokyo, siempre. Osaka es la oveja negra. La loca.
Osaka debe ser bipolar, pienso. Puede llevarte de un estado de ánimo al opuesto en un par de metros de distancia, sólo tenés que caminarlos. De las penumbras de las callejuelas de Namba a las luces encandilantes de Dotombori y los miles de flashes rebotando contra el Glico Man, el cartel publicitario que se convirtió en el ícono de la ciudad desde que lo instalaron hace más de setenta años. De la delicadeza y la paz de los jardines de Tennoji a la vulgaridad y el ritmo frenético de las salas de videojuegos y manga. Del humear de los inciensos del templo Isshin-ji y sus mantras; al de los takoyakis, la comida callejera local, que si tenés suerte y encontraste el puesto indicado, te lo prepara una especie de karateka fanático del Soul cantando James Brown al palo. Así de loca está Osaka. De la melancolía a la euforia simplemente cruzando un semáforo.
Osaka está histérica, sin dudas. La crisis de los ochentas le pegó fuerte y lo que empezó como recesión se convirtió en vanidad. Cada vez más relegada del progreso tecnológico, ahora, sobreactúa su estética retro-hipster en el barrio de Shinsekai. Se exagera a sí misma entre carteles de neón titilantes, estatuas de pulpos gigantes y un globo de pez globo colgando de la esquina principal. Allí donde Billiken no es una revista, sino el Dios de la felicidad y de “las cosas como deberían ser” y del esplendoroso Luna Park, sólo sobrevive la torre Tsutenkaku como símbolo de un futuro que se quedó corto. Mirá que ironía, en la ciudad donde iban a inventar los autos voladores, todavía hay gente usando celulares de tapita, y es cool. Sobre todo en Den Den Street, la Akihabara de Osaka (pobre, necesita compararse porque en el fondo sufre de inseguridad) donde las tiendas de hobbies reciben miles de freaks de todo el mundo que no ven la luz del sol buscando entre estanterias polvorientas, casettes de family-game, muñecos de Robotech, VHS de Dragon Ball o hasta una tapa de inodoro de Hello Kitty. Sí ¡Así como leés!
Pero no siempre es tan simpática. A veces tiene tendencia psicópata y se pone oscura. En un país donde llevar tatuaje es un tabú porque es cosa de mafiosos, Osaka se calza la campera de dragones y te demuestra orgullosa toda su identidad Yakuza en el barrio rojo de Nishinari. Callejones poblados por tipos que te miran de reojo mientras fuman al costado de los tachos de basura y japonesas disfrazadas de marineras que invitan a los oficinistas a los negocios de manga porno. En uno los suburbios más turbios de Japón, tal vez, con un poco de imaginación, te podés encontrar con Gogo Yubari y los 88 locos.
Osaka es delirante por dónde se la mire. Desde un castillo samurai con ascensores a una autopista que atraviesa un edificio. Budas. Geishas. Drag Queens. Cerezos. Beísbol. Sushi. Ninjas. Ramen. Tatami. Nintendo. Shinto. Serpientes. Tamagotchi. Mazinger Z. Sumo. Robots…
Un poco medieval.
Un poco ochentosa.
Un poco futurista.
Osaka está bien loca.