Por: Meli Navas

Quizás a vos también te pasó que en tu época teen te sentiste “rar@”.  Algo te faltaba, y claramente no era un poster de Leonardo Di Caprio pegado arriba de la cama de una plaza de tu habitación de hij@ de clase media, o plaza y media/dos, si tuviste la suerte de nacer con un apellido de esos que figuran en pasaportes con muchos sellitos. Y en la desesperación de entender qué significaba ese vacío, llegaste a sospechar que te faltaban unos centímetros extra de colchón o millas voladas en avión. Y sí, a esa edad cualquiera pensaría lo mismo.
Pasó el tiempo, maduraste y te diste cuenta de que el asunto era un poco más profundo. Empezaron aparecer señales claras: tus amigos armaban planes que a vos no te divertían, escuchaban música que a vos no te gustaba, trabajan en profesiones que a vos no te apasionaban y perseguían objetivos que a vos no te desafiaban. Eras algo así como tu propio Grinch y te habías robado nada más y nada menos que el propósito de tu existencia.
La pila de razones negativas crecía y crecía, y no podías dejar de pensar que lo que a otros les sumaba, a vos te restaba; hasta que un día, no sabés cuál pero estás seguro de que fue un día, te diste cuenta de que estabas contemplando al mundo desde la cima de un Everest de NOs. ¡Y pum! La gallega de tu GPS interior reaccionó diciendo tres palabras tontas que te hicieron mucho ruido: “Usted está aquí”… Usted está aquí, usted está aquí, ¿YO estoy aquí? ¿Aquí? ¿Aquí DÓNDE? Y alguien adentro tuyo te respondió como suplicándote una reacción: Aquiiiií EN EL LUGAR EQUIVOCADO. Fue así como comprendiste que habías subestimado demasiado el poder de las coordenadas y de las gallegas y en una ola de inspiración lo hiciste: RECALCULASTE. Te decidiste a bajar cuando seguían subiendo, a hacer cuando todos estaban descansando y a ponerte un sombrero cuando todos andaban en pelo.
Pero la vida vs. TODOS no es fácil, especialmente cuando te invade el vértigo y la inseguridad de no ver a nadie hacer lo mismo que hacés vos. Lo que no registrabas era que estabas en el paso previo a entender que de nada servía tomar como garantía el estilo de vida ajeno, y que avanzar era sinónimo de soltar esa búsqueda de aprobación que muchas veces te hacía enojarte con vos, simplemente por no ser como ellos. Necesitabas un descanso de esa sensación que te acompañaba incluso desde antes de tener tu cama de una plaza. Desde que dormías en cucheta con tu hermana vos tenías este sentimiento de ser como una isla que boyaba y observaba con nostalgia a todas esa personas que formando círculos parecían tierra muy firme.
Hasta que un día, no sabés cuál pero estás seguro de que fue un día, dejaste de mirar para allá y empezaste a mirar para acá. Te decidiste hacer de esa isla, tu isla y con paciencia la fuiste arreglando, trabajando y poniendo cada vez más vos. Y fue tan pero tan tuya que ahí empezaron a suceder cosas que te gustaban, te convertiste en el anfitrión de momentos que se sentían como un souvenir. Eran recuerdos coloridos y perfectos pero por sobre todo tuyos. Además venían con un plus: te daban paz, porque esa era la prueba de que te habías convertido en el dueño de un lugar que podía ser exótico para algunos y muy común para otros. Tu isla era TU isla. Y ahí te cayó la última ficha: el agua que te rodeaba y que antes te separaba de la gente con la creciste, era el mismo agua que hoy te conectaba con todo lo que te hacía crecer. Lo habías logrado, habías aprendido a pertenecerte y a suceder, y como la vida tiene un premio para cada nivel que pasamos, a tu isla se sumó un faro para que ahora sea más fácil que todas las personas lleguen a vos.
Fin.